Reconocerás al eterno viajero por su forma de mirar el mapa del mundo. Frente a la extensión de los continentes sobre un plano sólo puedes encontrar dos tipos de personas: aquellos que miran con incertidumbre y desconcierto sintiendo lo inabarcable de este mundo y aquellos que pasean incansable la mirada con avidez, como si el tiempo se agotara y sufrieran por no llegar a tiempo a su destino. Estos últimos son los viajeros, personas que en lugar de amilanarse ante la inmensidad de lo desconocido sienten la necesidad vital de recorrer la tierra sin poder decidirse por dónde comenzar.
Este hambre insaciable cual Eresictón aumenta a cada paso. El viajero pasa a vivir en una doble realidad: la presente, en el momento actual y lugar geográfico en el que está, y el futuro, el próximo destino, la próxima aventura. Más aún, hay una escisión entre el “hogar” y todo lo demás, entre lo conocido y lo desconocido. El viajero debe bailar entre ambos conceptos y sentimientos en un ir y venir cronológico y geográfico. Esta doble dimensionalidad se convierte en una condena perpetua, pues por más que uno esté en un emplazamiento o en otro vive en un constante conflicto entre la atracción por lo exótico y la añoranza de aquello que es su hogar, sea en tiempo o en lugar.
Al viajero nunca se le ha de llamar turista. Un turista hace viajes de ida y vuelta, instala una barrera desde su visión del mundo, captura imágenes y vuelve a su vida rutinaria. El viajero sólo tiene billete de ida, pues una vez que se comienza el viaje no se termina, simplemente se enlazan. No pertenece a ningún lugar sino a todos. No habla una lengua en particular, quiere dominarlas todas. No pasa de lado de la gente, comparte con todos. Tiene un origen al que volver y que echará de menos a lo largo de su recorrido, pero no volverá a sentirse cómodo en su ciudad. Hay dos verbos que el viajero acarrea como maldición: echar de menos y volver. Siempre echará de menos y siempre querrá volver, pero si lo hace echará de menos el resto del mundo y querrá volver a irse. Es parte de la dualidad.
La memoria es uno de sus instrumentos más importantes, gracias a ella reconstruye cientos de ciudades en una sola, reconoce hilos invisibles que conectan espacios y tiempos diferentes y sobre todo, contenta al alma atormentada del viajero con lo vivido. El desarrollo de sus sentidos ayuda a atesorar cada detalle, desde la mirada sedienta al olfato apasionado aplacan en parte los delirios del recuerdo.
Su compañera fiel es la mochila, esa cuyas costuras ya se han acomodado a la piel y que se llena de forma inconsciente. Los huecos ya tienen su misión particular y las medidas son exactas sin calcular ni pesar.
El viajero vive con la ilusión de pertenecer con el sueño de un hogar, sin embargo sabe que en su recorrido no encontrará destino final, pues lo importante es el camino.
N. del E: hace tiempo que estas ideas bucean por mi cabeza, no sólo desde que leí este post sobre el síndrome del viajero, sino porque los viajeros se reconocen al instante. No somos muchos, pero nos encanta vivir a través de otros aquello que aún no hemos experimentado. Nuestro afán aventurero se incrementa cuando nos unimos y la envidia por aquello que desconocemos nos hace ser aún más determinados.
Y tú qué?